sábado, 8 de agosto de 2015

Retorno a la Pinareja

Cuando me dispongo a escribir una crónica, lo primero que hago es seleccionar las fotos que voy a poner; como suelo hacer suficientes, eso me ayuda a  construír una narración más o menos coherente temporalmente y mínimamente hilada. En esta ocasión la labor me ha ocupado más de lo normal, ya que la cantidad y variedad de imágenes, paisajes y condiciones de luz me lo han puesto difícil para seleccionar un número sensato de fotos. Esta vez contando, además, con las estupendas fotos que me ha pasado Jorge, lo he tenido más difícil: había que ordenarlas temporalmente. Y lo malo es que nunca tenemos la precaución de poner la hora exacta en nuestros aparatejos del demonio.

La etapa que nos ocupa (miércoles 7 de agosto) se gestó apenas tres días antes, a propuesta de Jorge, que tenía unas ganas locas de hacer la visita que yo hice hace un año a la cabezota de la Mujer Muerta... ¡pero al revés, en sentido contrario!

Para empezar, un buen presagio: la cierva de Suetonio se nos presentó como signo de buen augurio. Me consta que varios de los lectores de este blog han leído la alucinante La Dama Blanca de Casarás. En ella aparece la susodicha cierva, aunque su origen sea romano (al autor, Jesús de Aragón, le traen al fresco estas sutilezas, así como las incoherencias temporales y demás zarndajas). Bien es cierto que debería ser blanca, pero puede que el uso y el tiempo la haya cambiado la capa, pobre. El caso es que estos son los pagos por los que debería vagar el animalito. Para asegurarnos, los manuales aconsejan abrir en canal y leer las entrañas, pero no se dejó. Llegó, miró unos instantes a los sherpas y, al fin, desapareció como había llegado.



Dejando aparte los buenos o malos augurios, diez escasos kilometrillos de Eresma llevábamos y yo ya estaba pelín cansado en plena remontada del Minguete. En parte por causa de la edad, en parte por la hora ¡eran las 4'30 de la tarde! y en parte por el ritmo que marcaban estos bicharracos compañeros míos, que no tienen piedad y nunca la han tenido, para con un pobre señor mayor como servidor.

Pero el caso es que casi sin quererlo, entre toses y ahogos, llegamos felizmente a la fuente de la Reina, donde repusimos agua, cosa necesaria ya que seguramente la cosa agüil iba a ponerse malitamente más arriba. Dos litros como dos soles caben en las mochilas, que hacen un peso de dos kilitos, dos, ni uno más ni uno menos. Si a eso le sumamos dos o tres linternas y sus baterías, un bocata, piezas de fruta, bomba, herramienta, GoPro, cámara de fotos, gepeese, móvil, llaves de casa, llaves del coche, algo de dinerito (en monedas, claro, ¡cómo vamos a llevar billetes que pesan poco!) y algo más que seguro que se me olvida... ¡no hay quien entienda que seamos capaces de pagar 100 leuritos de más por un cambio que pese 100 gramos menos!

Pradera de la Venta, Majada Muñoveros... La proximación la hacemos a buen ritmo, Jorge delante, con su viga a prueba de bombas atómicas y sin bajarse, que echar pie a tierra es de cobardes. El terreno no es descansado, pero al menos discurre por zonas en sombra, lo cual es de agradecer en una tarde de agosto como ésta.


En el claro  —desde aquí todo va a ser ya claro, sniff!— Jorge nos señala nuestro objetivo: el sinuoso y femenino escailain que dibujan la Pinareja y el Cerro de la Muela, a su derecha. ¡Como para que a uno se le caiga el alma a los pieses!


Unos pedales más, sin pensar demasiado en lo que nos queda, por un bonito sendero esquivando ramas asesinas y llegaremos al Vado de las Cabras, jugoso descansadero.


A la vera verita del fresquísimo arroyo de los Horcajos aprovechamos la última sombra para reponer fuerzas, que nos van a hacer mucha falta más pronto que tarde.


Nos cuesta reemprender la marcha, pero una fuerza de voluntad sobrehumana (sherpa) nos impele a continuar, desde este punto portando la bici, ora a hombros, ora a rastras, ora pro nobis. Al poco, hacemos una pequeña parada para rellenar la botijilla en la fuente alta del Corral de las Cabras, que aquí el agua es oro. Tan corta, que Jorge no descarga la burra de sus hombros. Debe tener callo.


Para Pablo, la pequeña parada se prolonga un un poco más y comienza la subida algo poco retrasado, miradlo allá abajo.


La subida es dura, casi todos lo sabéis, y viene bien pararse de vez en cuando a disfrutar de las vistas mientras se repone oxígeno a bocanadas más o menos espasmódicas. Allí, frente a nosotros, la famosa bajada de Citores, tremenda mole observada desde aquí. Así vista, parece imposible de bajar ciclando; sobre el terreno... ¡también!. Personalmente, yo bajo por necesidad; porque si no, éstos me dejan arriba solo.


Ya más relajados y todos juntos, Jorge nos hace una foto en lo que yo llamo el Espolón de Tirobarra.


Miantras pedaleamos hacia el collado, vemos las tremendas lomas en una perspectiva un tanto engañosa: aún nos quedan mas de 200 metros de desnivel que no sabemos cómo se nos van a dar. Yo sé que se bajan, pero no sé cómo se suben. Sobre todo, temo el tramo final, el copete de piedras que tan difícil se me hizo de bajar la última vez con la Spe.


Apenas nos detenemos en el collado y comenzamos los primeros metros de ascenso con ingenua animosidad: veinte metros de pedregal bastan para que tengamos que echar el pie a tierra.


Pablo aguantó 35 metros, que es muy cabezota. ¡Si llega a estar aquí Ete, sube hasta arriba!


Al principio hay algunas piedras mal organizadas y puestas con muy poco cuidado. (Ete, una cuadrilla aquí, rápido).


Sin embargo, a media ladera... también. Pero más. ¡Lo que tiene que haber costado subirlas hasta aquí arriba, Señor!


Este tramo final no lo bajé montado cuando vine solo el año pasado, pero que quede entre nosotros. Un par de (alucinados) andarines nos adelantaron. Pero porque nos pusimos a hacer fotos. Con Sherpol, que no hace fotos, no pudieron.

Cuestarraca, melonar... Todo lo que os diga es poco.

Para que veáis que sí que hicimos fotos:


El paisaje, ni que decir tiene, es espectacular desde allí arriba. Abajo están los pantanos de El Espinar. Pinchad en la foto, pinchad; veréis un millón de sitios. Y, además, gratis, sin tener que echar ni una gota de sudor (aunque no es lo mismo).

La panorámica original mide 9500x3500. Es-pectacular.
Subiendo al tran-tran, casi ni nos hemos dado cuenta (es un decir). Pero se nos ha dado mejor de lo que esperábamos, que en estas cosas siempre es mejor ponerse en lo peor. 28 minutos clavados, con paradas para fotear incluidas. Casi va a merecer la pena cuando subamos a Tirobarra hacerse esta trialera. Otra cosa buena: esta vez he visto que sí que hay camino hasta la cumbre; que el año pasado, cuando bajé, ofusquéme y tiréme tieso tan to-pabajo que casi me despeño y despeño por añadidura a la pobre Spe, que ninguna culpa tenía. Ya sé, al fin, que buscando hacia abajo y por la derecha, ¡hay camino!


Foto de rigor en la cima de la Pinareja. Esta vez nada de equilibrios de la cámara encima de una piedra ni nada: uno de los andarines se prestó gentilmente a dispararnos. Falta la bandera sherpa, que a saber andandará.


Vistas al sur. Era undía claro y se veía Madrid perfectamente. 10 minutos estuvimos contemplándolas.


Vistas al norte. Otros 10 minutos. Se veían las Navas de Riofrío y el bar de la plaza.


Foto publicitaria, Jorge y su "viga radiactiva". Top of the world.


Para bajar es imprescindible colocarse las protecciones, a no ser, claro,  que te llames Pablo o lleves una bici especialmente diseñada para el enduro-extremo, como puede ser la Stumpjumper FSR del 2006.


Sí, amiguetes, una clásica. De cuando las bicis se hacían de 26" o de 26".


Los primeros metros de bajada fueron un calvario (eso dice Jorge que le recordaba esta foto, y tiene razón).


Pero pronto, ya acostumbrados a las piedras en pico, comenzamos a ver que va habiendo zonas en las que los huecos entre las piedras ya van siendo menores que el diámetro de las ruedas, y es cuando a Jorde se le despierta el lado canalla y se le dibuja esa sonrisilla en la cara...


...y Pablo le imita. Yo, por no quedarme solo y por lo que más tarde pudiera comentarse por parte de la gente ociosa y maledicente, lo intento también.


Un ratito a pata, otro encima de la burra, cada vez más confiados; sobre todo Jorge, aunque Pablo no se le queda atrás. Algún conato de despeñamiento, pero poca cosa; sólo amagos, más que nada por dar emoción al asunto.


Desde el collado, el ascenso al cerro de la Muela, la última elevación más septentrional de la Mujer Muerta, hay que hacerla pedaleando. Que semos sherpitas y alguien puede estarnos viendo con un telescopio desde abajo.


Pablo, culminando, fotografiado por Talus. Yo, cubriendo la retaguardia, aún en el collado y a lo mío.


Eso es lo que dejamos atrás y acabamos de bajarlo, algunos buenos trechos, ciclando. El año pasado, cuando me lo encontré de frente, se me hizo un pequeño nudo en la garganta. Pero tragué saliva...


Los últimos centímetros (o así) de Muela tengo que hacerlos obligatoriamente a pata. Cuando se lo vea hacer a Macaskill, ya si eso, ya lo intento yo.


De vez en cuando hay que parar a disfrutar de las vistas, que en realidad es una de las razones por la que estamos haciendo esta burrada. Álvaro, el socio de Jorge, se lo iba a pasar con la cámara allí arriba de vicio. (¿Cuánto tardará en pedirle a Jorge que le lleve?)


Otro tramito fácil de disfrute, que también los hubo. Que en esta ladera no sólo hay piedras asesinas mal colocadas, que hay variedad. Y en ella, está el gusto.


Jorge, aquí despegándose del suelo, no se lo pasó demasiado mal el hombre. Asalvajao está el animalito.


Aquí Pablo, en un tramo más que técnico, pasándolo regular. Como era de esperar, se hizo un par de buenos arañazos en las espinillas que son, con mucho, las más castigadas del mtb patrio.

Esa primera pedalada es la jorobada.

La Mujer Muerta, aquí, posando en escorzo. Eso pequeñajo soy yo, que Jorge me hizo muchas fotos y aprovecho para ponerme, que no suelo salir demasiado. Mejor.


Otra pequeña parada, con la boca abierta...


...y rapidamente Jorge vuelve a la carga y se gira así como para decirnos que venga, que no remoloneemos y que nos tiremos sin miedo que esto mejora. "¡Suelta freno!", serían las palabras de Chomin para expresar la misma idea.


- "¡Aparta, Pablo, que no respondo de mis frenoooooos!"


Y este es el último canchal pequeñín ya no es un melonar del siete, como los de más arriba, que nos encontramos antes de enfilar hacia el collado del río Peces, todo seguido para abajo de los abajos.


El sol ya no llega al fondo cuando llegamos al final de la trialera del cargadero de Cereceda. Pablo, impaciente, consulta su reloj, que ha quedado esta noche. Se nos ha dado muy bien y tenemos tiempo para juguetear un rato por ahí, que aún estamos tontorrones por la bajada que nos hemos marcado.


Venga. Jorge propone una vuelta por los senderos más flow de la Acebeda, que hace mucho que no viene por aquí. Majalpeña, Navaltestero...

Floweando, que es un cultismo sherpa
Y aunque haya que tomar un tramito del asfalto del camino forestal al río Peces, subimos arrastrados por Pablo (llevaba horas diciendo que ya no le quedaban fuerzas, palabra) hacia la fuente de los Pastores, con una luz dorada que sólo existe aquí.


Parada a compartir agua justo antes de tomar la cuesta de los Aleonardos y desviarnos en Navalosilla por donde más o menos debería estar la vereda del Pino Golondrino, lugares por los que me gusta pedalear, aunque nunca encuentre la susodicha senda, que se me resiste. Sospecho, después de buscarla tantas veces, que se ha borrado con el tiempo. O que soy sherpa.


En el horizonte, el sol comienza a ocultarse. ¡Medido! Es como si hubiésemos sincronizado cada uno de los pasos de esta etapa para apurar hasta el último rayo. Se nos ha dado muy bien.


Al pasar por Navalrincón el espectáculo es increíble y tenemos que parar otra vez para contemplar boquiabiertos el color que dan a Peñalara los últimos rayos de sol. Otro regalo más.


Ya al final, paramos en la fuente de Valsaín a reponer un poquito de líquido, aunque en poco tiempo estaríamos sentados delante de las frescas y merecidas cervezas en las que llevábamos pensando desde hacía ya un rato largo.


Nos lo pasamos tan bien, que terminamos con la conciencia intranquila en la seguridad de que, necesariamente, lo que habíamos hecho, era de pecado mortal para arriba. Y hasta el momento, sin el más mínimo propósito de la enmienda.

Como remate, os pongo un vídeo no demasiado largo, os lo prometo, en el que se ve el carácter de la etapa más que las típicas tomas encima de la bici, pues está grabado con la GoPro (sigo con la clásica, la primera, la que va a manivela) portada en la mano, sin ningún tipo de soportes. De hecho, la llevaba en el bolsillo del pantalón y la iba turnando con la cámara de fotos. Llevaba meses, años, sin hacer un vídeo.


Cada vez un poco más tostada la cara y las rodillas más deshechas. Y que sigan ambas tostándose y deshaciéndose poco a poco y durante mucho tiempo. Y vosotros que lo veáis.


lunes, 3 de agosto de 2015

La fama restituida

Ya podemos dormir tranquilos. En el fin de semana menos ciclista del año (sólo Chomin cumplía con la vieja clásica de la romería de Malagosto), el sherpa-Sherpa nos ha resarcido del fracaso arrocil del que tuvísteis cumplida noticia en la crónica anterior.

Cuando servidor se personó en el esenario de los hechos, si bien estaban todos los ingredientes necesarios para un arroz tremendo, hay que decir que no había por los alrededores ni el Tato. Lo que pasaba era que dado el viento que hacía, sherpa-Sherpa se había puesto a elaborar el caldo bajo techo por lo de no tener que pelearse con las llamas. Bien hecho.


Al punto aparecieron los pinches, cuyas labores principales eran, en el día de hoy, tener a raya cualquier tipo de bacteria que se quisiera hacer presente en el evento (ver entrada anterior) y, sobre todo, no dejar que bajo ningún concepto se le ocurriera al chef-sherpa intentar enfriar el caldo bajo el chorrete de la fuente. No, eso nunca.


Llegó por fin el caldo, litros de sabrosa reconcentración, alma del arroz. Su conejito, su pollo y sus costillitas, que no falten las alcachofas y toda suerte de ingredientes secretos que llevaban conjugándose ya un rato en un chop-chop fragante y prometedor. Lo cual no quiere decir nada, porque el sábado pasado habíamos llegado al mismo punto, y luego mira tú lo que pasó...


Ya vertiendo el material en una paella de 20. Cuidadín.


Ya todo estaba donde queríamos que estuviera,  salvo el viento: ¡justo como cuando vamos en bici! El fuego peligraba y el arroz apenas cogía la temperatura adecuada.


Mientras se añade el azafrán y la pimienta especial del Sherpa (Muni, ya sabes que, como mi vaca lechera, no es una pimienta cualquiera, ya te lo dijo Apa el otro día), se prepara una estructura ad hoc que iba a permitir al fuego expresarse con la potencia necesaria.


Os presento la estructura, aquí unos amigos. Algo tuvieron que ver en el invento los títulos de ingeniero de caminos de Ithos y de aparejador del Apa (como su propio nombre indica), así como mis años en Bellas Artes, pues algo de Chillida no me podréis negar que tiene la estructura en cuestión.


Con el fuego a plena potencia, la cosa ya parecía encarrilada. Y aunque el olor no sale en la foto, os podéis hacer una idea aproximada. La paella era en esos momentos una suerte de suculento magma orgánico que se agitaba en olorosos remolinos, corrientes de convección y subducción que mezclaban sabores y enriquecían matices y tal y cual, que ya he agotado las gilipolleces que decir.


Venga, a probar, no sea que a pesar de la pinta sepa raro. Afortunadamente, no esperábamos otra cosa; no hay rastro de bacterias maléficas ni signos de malsana fermentación. Parece que hoy hambre no vamos a pasar.


Impaciencia, nervios, jambre tremenda y reconcentrá... expectación. Venga, Ire, ve rematando la mesa.


En la mesa se darían cita diferentes estamentos de la sociedad. Aunque nos faltaba la representación militar, sí estaba presente la Iglesia en la persona de la tía monja, aunque sabemos que prefiere el chocolate con churros al arroz.


¿Os habéis fijado en la alcachofitas?


Empiezan a caer las primeras botellas de sidra fresquita. Tensa espera mientras discutimos si el arroz debe estar tapado cinco o diez minutos. Estuvo diez, pero a mí me parece que cinco ya es suficiente. Sobre todo (así, separado), porque en diez minutos los jugos gástricos pueden llegar a perforar cualquier estómago impaciente. Se han dado casos.


Y aquí está el As de Oros. Incluso, ya que me siento inspirado, diré aún más: sol en el cielo de la mesa, ¡cágate!


Mi ración. Mi (primera) ración, que luego hubo un poco más. Y aún otro poco de postre.


El arroz hay que meditarlo, pensarlo, que no se puede ingerir así como cualquier cosa, sin conciencia plena de estar tomándolo. Y para muestra, se fijen Vdes. en las caras de los comensales, casi unos filósofos de la mesa, ensimismados y recogidos en su goce sensorial. Los clásicos lo llamarían gula.


De un arroz para veinte, los quince presentes dejamos poca cosa. Para un acabado perfecto, requerimos la colaboración de Topo y de Dingo, ante el estupor de mi señora suegra ("¡No vuelvo a tomar arroz en esta casa!"). Más pronto que tarde tendremos ocasión de recordarle estas palabras.


Bueeeeno, veeenga... Por si los lametones no hubieran dejado del todo perfectamente limpia la superficie de la paella y demás utensilios, un penúltimo repaso.


Toda jornada tiene su momento desagradable y éste es el de hoy. Lo mismo que se os cuento lo bueno, os muestro lo malo; aunque bien siento yo que os pueda dejar un mal sabor de boca terminar así la crónica.


Postres, helados y cafelito. Y, para Marcos, la inexcusable siesta.


Levantada acta de la restitución del honor culinario del cuñao, a ver si es posible que la próxima puede ser que vaya de bicis, que material hay.

Trialera: Dícese de la parte del camino donde tus huevos abandonan su lugar para hacerle compañia a la garganta.